miércoles, 29 de enero de 2014

El Mote (Vicente García-Oliva)

Estaba predestinado.

Era profesor nuestro en la Facultad de Geología. Tenía el cuello largo, la cabeza pequeña y unos andares pesados que movían su cuerpo de babor a estribor, como esas lanchas varadas en el muelle a merced de las olas.

El Diplodocus, además, era un tío raro y solitario que no se trataba con nadie. Por supuesto, con ningún alumno, pero tampoco se le veía departir con sus compañeros de facultad, a no ser a la salida de alguna reunión en la sala de profesores.

Hubo, sin embargo, un día en que alguien dijo, que alguien había visto al Diplodocus acompañado de una chica. No se daban datos de la acompañante, pero el que dijo que alguien lo había visto afirmaba que era una mujer joven, alta y poco agraciada. Un “callo”, vamos. Pero eso era lo de menos. Lo de más era que nuestro Diplodocus, el tío raro y solitario al que nunca se le habían conocido novias, ahora tenía una.

La curiosidad era más grande que la decencia, así que un grupo de los que éramos sus alumnos decidimos averiguar con nuestros propios ojos la verdad de aquella leyenda urbana. Ese sí era un secreto bien guardado y no la paparrucha del monstruo del Lago Ness que todos sabíamos que era un señuelo turístico.

Varios días lo seguimos atentamente por las calles hasta llegar a su casa. Nos dividíamos el trabajo de observación para no delatarnos. Unos por delante, otros por detrás, otros por las calles transversales (la transversalidad, que está tan de moda)… pero nada. Nunca se detenía. Nadie salía a su encuentro. Ni rastro de aquella supuesta mujer que alguien había dicho, que alguien había visto.

Ya íbamos a abandonar nuestro seguimiento, cansados de tanto espionaje inútil y seguros de que la leyenda urbana era solamente eso, cuando un día se produjo el esperado encuentro. Atravesaba un pequeño parque, ya muy cerca de su casa, cuando una chica se levantó del banco donde estaba sentada con un periódico bajo el brazo, y se le acercó subrepticiamente. O eso nos pareció a nosotros. Le susurró unas palabras al oído, y luego se le adelantó como un par de pasos camino de su casa.

Su aspecto físico era, en efecto, poco agraciado. Joven, eso sí, pero rara. Su cuello también era largo y su cabeza pequeña, y sus andares toscos y bamboleantes. Parecían hechos el uno para el otro.

Nos miramos con un gesto de complicidad porque a nadie, sin decirlo, le bastaba con aquella breve confirmación.

Los seguimos a una prudente distancia. Y cuando entraron en el domicilio del profesor, corrimos a buscar alguna ventana desde donde poder seguir mirando. Era como si estuviéramos esperando que algo sucediera. Algo extraño, desde luego.

La ventana que tenía la cortina descorrida era precisamente la del dormitorio. Con sumo cuidado asomamos nuestros ojos y nuestras narices contemplando lo que había al otro lado del cristal. Y lo que vimos nos dejó sin habla.

La pareja se dirigió al armario del dormitorio. El profesor dio vuelta a la llave que estaba puesta y vimos cómo, con sumo cuidado, extraía de su interior un objeto que en un principio no fuimos a identificar. Luego, se volvió con él hacia la joven que lo esperaba y entonces sí nos dimos cuenta de lo que se trataba.

Ahogamos un grito en nuestras gargantas, porque lo que nuestros ojos contemplaban en ese momento era un enorme huevo que apenas si cabía entre sus brazos. Un enorme huevo que la chica recibió con alborozo. Un huevo que nosotros, en cuarto de carrera, sabíamos perfectamente identificar.

BARBES (Vicente García-Oliva)


Una vez más hemos podido volver a contar con la participación de Vicente García-Oliva, que ya presentó en el certamen anterior "Una discusión doméstica" y que es autor de "El Cielo de los Dinosaurios". ¡Gracias Vicente!

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