miércoles, 10 de mayo de 2017

Plumas al viento (Charlie Charmer) (I)

- Lo siento, no se admiten aves –dijo el encargado del registro dejando reposar la pluma en el tintero.

- ¿Te parece un pájaro mi amigo? –dijo en tono amezante Gustavo, apoyando un ala sobre el libro del oficial- ¿Es que no sabes distiguir un celurosaurio de un miserable enantiornithes?

El azdárquido observó horrorizado aquella extremidad con las plumas llenas de polvo mancillando su esmerada caligrafía. Estaba a punto de arrancársela de un picotazo cuando reparó en la abultada bolsa de Judas que aquel paronychodon llevaba atada a la cintura, similar a la que cargaban sus dos amigos. Probablemente, había una forma mejor de desplumarles.

- Un momento, por favor.

Pasó un pequeño plumero de plumón de arqueopteryx por la superficie de su escrito y ahogó un gemido al ver que se había corrido la tinta en el asiento con el nombre del último competidor inscrito. Algunos filamentos aún adheridos al borrón delataban al bermejo plumaje de las alas de Gustavo. El escribano contó hasta diez y recordó que la venganza es un plato que se sirve frío. Sacó un poco de talco de un cajón y lo vertió sobre las líneas finales, colocó un pedazo de papel encima y cerró el volumen. Se levantó y, sin dejar de clavar los ojos en el grupito de celurosarios, se acercó a uno de los jueces de la prueba. Se cruzaron algunas frases en voz baja, ocultando el rostro entre las alas para que nadie pudiera leerles los picos.

Cuando regresó a su sitio, los ojillos del azdárquido brillaban de un modo inquietante y tenía una siniestra sonrisa pintada en la cara. Se sentó en la banqueta, volvió a abrir el libro de registro, eliminó los restos de talco de un soplido y tomó la pluma del tintero, empuñándola cálamo en ristre.

- ¿Nombre?

- Ricardo. Ricardo Esteso.

- No –El pterosaurio no estaba dispuesto a dejar que, además de estropearle los apuntes, aquellos pajarracos le tomaran el pelo ¿…un ricardoestesia que se llamaba Ricardo Esteso?

- Sí –insistió el aludido.

- Hay padres muy cabrones –trató de disculparle el otro paronychodon.

- Oye, Julito, no te pases...

Sin hacer nada por disimular una risilla compulsiva que acabó contagiando a los propios paronychodones que acompañaban al bisoño participante, el escribano anotó el nombre y le entregó un dorsal con el número veintiocho.

Ricardo repartió algunos codazos e imprecaciones entre sus supuestos amigos y, tras colgarse la identificación del cuello, se aproximó a la pista, alrededor de la cual el público había comenzado ya a concentrarse. Dado lo abrupto del terreno, eran muy pocos los afortunados que podían disfrutar de una vista completa del descenso, por lo que las discusiones disputándose los mejores sitios eran frecuentes, llegando a veces a los picotazos.

El ricardoestesia había oído hablar mucho del circuito del islote de Montmeló, pero nunca lo había visitado. La radical verticalidad de sus acantilados era idónea para el descenso y sus diferentes altitudes permitían la competición en todas las categorías oficiales. Por eso era la sede del Gran Premio de Caída Libre de Iberoarmórica desde hacía tantos años.

Los saltadores podían competir en todas las categorías que desearan, siempre que completaran con éxito un salto en la previa. Eso iba limitando el número de competidores de los niveles superiores a quienes no optaran por un abandono final, cayeran al mar o se estrellaran contra las rocas en los saltos previos. Lógicamente, los últimos no volverían a molestar más al público con su impericia; pero en los otros dos supuestos se permitía un nuevo intento. Si a la primera plataforma, que se elevaba dieciocho metros sobre las olas, solían acudir decenas de participantes, nunca eran más de tres o cuatro intrépidos los que llegaban a lanzarse desde los gigantescos farallones de más de cincuenta metros frente al acantilado.

Ricardo levantó la cabeza cuando aún le separaban un par de pasos del borde y comenzó a marearse. Se arrepintió inmediatamente de haber hablado a sus paisanos de los brincos que daba en los riscos para entretenerse cuando llevaba a las tortugas a pastar al monte. La bola se hizo un mundo y, convertido en el héroe del pueblo, el primer celurosaurio que iba a competir en Montmeló (tal como le presentó el diario local) ya no podía dar marcha atrás.

Los competidores debían arrojarse con las alas totalmente plegadas y ganaba la prueba el que más tardara en estirarlas para planear con objeto de esquivar el choque. Había condecoraciones y premios para las primeras marcas. Pero lo que de verdad arrastraba al nutrido grupo de aficionados que siempre acudía a presenciar las pruebas eran las apuestas, fabulosas en todas las categorías. Aunque el reglamento solo prohibía la participación a la aves, el acantilado era monopolio pterosaurio. Nadie iba a apostar una lira a favor de un dinosaurio. Salvo sus paisanos, claro. Si tenía éxito, el pueblo podría reformar por fin la escuela y, con el sobrante, se colocaría una placa en honor al héroe en la Plaza Mayor.

- Esto está chupao para ti –dijo Gustavo, dando una sonora palmada en la espalda al demacrado ricardoestesia, dando al traste con sus esfuerzos por reprimir una arcada.

- Sí –dijo Ricardo volviéndose lívido hacia su amigo, tratando de mantener el tipo tras expulsar el desayuno por el barranco-, chupao.

- Julito ha ido al mostrador a apostar. Te estaba esperando porque tenía tu bolsa, pero iban a cerrar ya las apuestas para el primer salto.

- Pero… ¿lo habéis apostado todo?

- Toma, pues claro ¿para qué hemos venido si no…?

- ¿Sí? ¿sí? –les interrumpió la megafonía, cuyos ecos se perdían a través de las oquedades y salientes de la escarpada costa- Muy buenas tardes, Señoras y señores.

El público se volvió hacia el puesto de prensa instalado en el promontorio más elevado del islote, el único lugar desde donde eran visibles todas las pistas y su vertical completa hasta el mar, donde chapoteaba contra la marea un grupito de plesiosaurios adolescentes que había tomado ya posiciones para disfrutar morbosamente con los impactos de los saltadores menos afortunados.

- Les habla Ernesto Fado, retransmitiendo en directo desde el circuito de Montmeló.

La locución del presentador se aprovechaba para su retransmisión radiofónica simultánea, por lo que la organización solía invitar a periodistas deportivos de renombre, cuya presencia era a la par un buen reclamo publicitario para la cadena y un aliciente añadido para los asistentes. El señor Fado era popular en particular entre el numeroso público femenino, aunque era un tipo bajito y rechoncho, y de sus facciones podría decirse con generosidad que no eran muy ortodoxas, por no decir difíciles. Pero tenía una voz grave y profunda que surtía un efecto demoledor sobre ellas y transmitía camaradería a ellos, que le admiraban y envidiaban en secreto. Conocedor de sus cualidades, las explotaba con determinación y tenía ese puntito fanfarrón que acababa de darle una auréola realmente arrebatadora.

- La competición está a punto de comenzar, bajo un sol de justicia. Este año se ha batido el récord de participantes y, según me cuenta una monada de pterosauria a la que este año ha encargado las cuentas la organización, se está apostando también muy fuerte. ¿Cómo va la cosa, cariño?

- Bueno… je, je, je –rió ella, como una colegiala- Pues te puedo decir que, de momento, ya se han recaudado más de cien mil liras, lo que no está nada mal.

- Uauh, ya lo creo ¿Te imaginas lo que haríamos tú y yo con tanta pasta, preciosa?

- Ay, calla, calla, que estoy casada...

- No pasa nada, mi vida, con cien mil liras tenemos para los tres… Pero me temo que tendremos que dejar el reparto para otro momento porque, señoras y señores, los jueces se aproximan ya al borde de la primera pista. El espectáculo está a punto de comenzar.

El público disperso se congregó junto a la rampa de lanzamiento en cuestión de segundos, entre pisotones, codazos e imprecaciones. Los puestos de golosinas y bebidas se quedaron desiertos, momento que aprovecharon sus propietarios para hacer una primera estimación de sus ganancias, rellenar las botellas de whisky de marca con garrafón y sumergir un par de segundos los vasos usados en una cubeta con un menjunje espumoso altamento corrosivo que no dejaba de burbujear, para luego dejarlos secar al sol. Un par de vagabundos que merodeaban el circuito aprovecharon para hacer acopio de colillas y algunos reptiles callejeros devoraban los restos de comida tirados por el suelo.

Para Gustavo y Julito, colarse entre los intersticios que dejaba el público azdárquido al pleglar las alas fue un juego de niños. Aunque chocaran con alguna pata, la selva de patagios plegados sobre la que los azdárquidos elevaban sus cuellos, largos como los de un saurópodo, hacía muy complicado a sus dueños ver qué era lo que les había golpeado. En un pis pas se encaramaron al saliente más cercano a la primera pista.

- ¡Cuántos saltadores! –dijo Gustavo- Debe haber más de cien...

- Solo con que Ricardo pase a la siguiente ronda, nos vamos a llevar un buen pellizco –explicó Julito, visiblemente excitado-. Las apuestas estaban doce a uno. Y si gana la prueba vamos a necesitar un camión para llevarnos la pasta.

- Bueno, bueno, cada cosa a su tiempo. Vale que Ricardo es un fenómeno, pero aquí vienen muchos profesionales... con pasar a la siguiente ya hemos cumplido. Por cierto –dijo Gustavo girando nerviosamente la cabeza en todas direcciones-, ¿dónde se ha metido ese capullo...?

Al volver a conectarse la megafonía, un estruendoso chirrido obligó al celurosaurio a llevarse las garras a los oídos. Por cálida que fuera, la voz de Ernesto Fado tardó en borrar la mueca que la estridencia había dejado dibujada en el rostro de muchos espectadores.

- Y ahí está ya el primer competidor dispuesto para el salto, señoras y señores. Se trata de Jesú Ishida, cuyo apellido les sonará a los más veteranos, ya que es hijo del famoso saltador Osamu Ishida, triple campeón de Asia antes de retirarse a nuestro país tras casarse con una iberoarmoricana.

Al joven azdárquido se le notaba la casta hasta en el andar, firme y tranquilo. Cuando estaba a pocos metros del barranco, emprendió una súbita carrera y, dando una gran zancada, se arrojó al vacío con decisión, cayendo en picado como una flecha. El público enmudeció un instante y cuando, en el último momento, el saltador desplegó las alas invirtiendo la trayectoria para flotar en el aire sobre la cresta de las olas, una gran ovación resonó desde lo alto, haciendo asomar la cabeza a un grupo trilobites que pacían apáticamente microorganismos en suspensión cerca de la superficie del agua.

- ¡Fantástico salto! Sí señor, puedo afirmar sin temor alguno a equivocarme que nos encontramos ante una gran promesa del deporte. No se olviden de ese chico, que dará que hablar.

Los jueces levantaron los marcadores y, a pesar de que la prueba acaba de comenzar, algunos postores comenzaron a frotarse las manos. Pero la apuesta más segura era el vigente subcampeón, al podía observarse ya en posición de despegue.

- Si les ha parecido increíble, esperen a ver el siguiente salto. Es el turno, nada menos que de Carlos Hado, de sobra conocido por todos. Con doce metros de envergadura, le basta alcanzar la vertical para abrir las alas y pensar en el siguiente salto. Su historial haría palidecer a cualquiera salvo a Bertín Trépido, el gran pentacampeón, quien como ustedes conocen sobradamente, ha debido retirarse del circuito una temporada por una tendinitis en el propatagio derecho.

Ignorando el comentario del popular Fado, el subcampeón no se limitó a acercarse con parsimonia al borde de la pista para dejarse caer, como todos esperaban. Cuando estaba a medio cuerpo de distancia dio un par de zancadas y botó hacia arriba como si se hubiera impulsado en un trampolín. Antes de comenzar el descenso, estiró el pico y la cola adoptando una postura completamente horizontal que hizo las delicias de los fotógrafos de la prensa deportiva. Entonces, se encogió y giró el tronco hacia abajo, estirando las patas para desprenderse de un teórico punto de apoyo al que se hubiera asido en medio del aire. La caída en picado duró un pestañeo y, justo cuando iba a romperse todos los huesos contra el suelo, elevó el pico hacia el sol al tiempo que desplegaba las alas por completo, blandiendo el patagio como si hubiera sido disparado desde un oculto resorte. Aprovechó la corriente de aire que su propio cuerpo había generado al aproximarse a la tierra para desplazarse hacia delante y tuvo ocasión de saborear la espuma de las olas antes de volver a ascender.

Tras un instante de callada admiración, la concurrencia prorrumpió en vítores y aplausos, e incluso los trilobites, entusiasmados, entrechocaron sus exopodios rabiosamente, hasta hacerse daño. Solo los plesiosaurios parecían algo decepcionados, pues aún no habían podido deleitarse con ningún porrazo.

- Bueno, bueno, bueno –retomó la locución el comentarista, tras tragarse una mosca que le había entrado en el pico, abierto de par en par ante la gesta de que acaba de ser testigo-. Aunque la competición acaba de comenzar, creo que va a ser muy difícil que alguien le arrebate el trofeo este año al señor Hado. Todos estamos deseando que llegue la hora de las grandes distancias para disfrutar con sus tirabuzones y triples mortales. Por cierto, ¿cómo van las apuestas, cariño?

- Vaya, pues el público tenía claro que don Carlos iba a hacer un buen salto, y por abrumadora mayoría.

- Buenas noticias para muchos, entonces. Por cierto, preciosa, ¿sabes porqué los azdárquidos nunca tenemos gatillazos?

- Bueno, serás tú...

- Chica, ten cuidado, que nos está oyendo tu marido… ¡Jajaja! Bueno, ¿lo sabes o no?

- Pues, no, la verdad.

- ¡Pues, ¿por qué va a ser?! Por nuestra en-verga-dura...

El público prorrumpió en soeces risotadas, asustando a los trilobites, que volvieron a sumergirse en el piélago. Los celurosaurios se miraron con cara de circunstancias, meneando la cabeza como tentetiesos. Un nuevo saltador se aproximó al escarpe que ponía fin a la rampa de lanzamiento y el escándalo acabó diluyéndose en un discreto murmullo.

Cuando el número de los competidores que esperaban su turno, calentando los músculos o paseando arriba y abajo en los márgenes de la pista, se redujo lo suficiente, Gustavo comprendió que la inquietud que había expresado a su amigo al comienzo de la prueba estaba fundada.

- Ese maricón se ha rajado.

- Vamos a palmar un montón de pasta –observó Julito.

- De eso nada –dijo Gustavo haciendo una seña a su amigo antes de lanzarse de un brinco bajo las patas de los azdárquidos.

Desandaron el camino desde la cornisa hasta la explanada que servía de aparcamiento en menos que canta un iberomesornis. Gustavo se encargó de los vehículos estacionados a la derecha de la taquilla y Julito de los de la izquierda. Mientras se agachaban bajo las ruedas, golpeaban la carrocería o proferían amenazas para poner nerviosa a su presa con objeto de que perdiera los estribos y echara a correr, delatando su presencia. Pero al único al que lograron alterar fue al guarda de seguridad, un struthiosaurio lleno de tatuajes con muy mala uva y tres decenas de pinchos afilados en la coraza.

- Pero, ¿qué coño pasa aquí?

Siendo de dominio público la nula capacidad dialéctica de aquella raza de anquilosaurios, a los que desde pequeños se entrena en el combate cuerpo a cuerpo en detrimento de su formación lingüística o en otro tipo de habilidades sociales menos agresivas, los celurosaurios optaron por abandonar el aparcamiento de la forma más digna en tales circunstancias, o sea, corriendo a toda pastilla hasta que les dolieron las articulaciones, ya en el exterior del recinto deportivo.

(Continuará...)

CHARLIE CHARMER

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